lunes, 31 de mayo de 2010

Magma gris

Christopher Doyle


Me fui a Varsovia y la dejé sola. Me dediqué a enviarle postales de la ciudad para que no le pesara demasiado la soledad. Todos los domingos me acercaba al buzón de la esquina de abajo y le mandaba una, no siempre bonita, pero sí escrupulosamente escogida.

Poner punto y final con una serie de cartas no estaba mal. Pero cartas con olor a viejo y lacre incluido. Así que comencé. La primera decía así:
¿Te he comentado que tengo un vecino con un perro pequeño? Ladra demasiado. Me lo llevaría a dar un paseo para que no volviera. Aunque tú dirías que es mono. Quizás podría secuestrarlo y regalártelo. Ya veré.
La envié sin firmar, tal cual; el remite lo decía todo y me parecía absurdo volver a decirle que era yo. Además, ella lo iba a saber con solo oler la tinta.

La segunda fue más escueta:
Me falta el aire, como a Chloé en aquella novela que me leíste. Pero hace sol y debería estar contento.
No sé cuántas vinieron después, perdí la cuenta. El domingo que fui a echar la última, me la encontré al abrir la puerta. Increíble. Se las había ingeniado para encontrarme. ¿Desde cuándo hablaba polaco? El caso es que ahí estaba, abrigada hasta la nariz con la bufanda gris de las Navidades tan frías que hubo hace años.

Sabía a tinta. Y a fresas. Y a postales robadas.

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