domingo, 21 de junio de 2009

Perdición

Lilya Corneli


- ¿Por qué quieres hacerme daño?


- No quiero hacerte daño, dios. Sólo quiero joderte un rato e irme a dormir a casa.


- ¿Ves como tengo razón? Joder es sinónimo de hacer daño.


- No, ¡no! Joder es sinónimo de follar.


- Qué ordinario eres.



Y tranquilamente, se puso a beber un mejunje de los suyos con esa boca que tanto me perturbaba.



- Quítate la ropa.


- Pero ¿qué dices?


- Ya me has oído. Me molestan todos esos tejidos sobre tu cuerpo.


- Todos estos tejidos, como tú dices, cubren mi cuerpo para que obsesos como tú se mueran por saber qué hay debajo de ellos.



Como oponía tanta resistencia verbal, pasé a usar la fuerza. La masa de mi brazo, mínimamente acelerada, y la misma acción de la gravedad fueron más que suficientes. Tumbada en la cama, ya no se resistía. Sabía que la posición horizontal la transformaba, dejaba de ser tan modosa, tan frágil. Todo su yo oculto, su lado animal, salía al exterior. Y me lo mostraba a mí. Únicamente a mí.

No puedo explicar lo que sucedió después con palabras. Todo pasó a cobrar sentido. La ventana entreabierta, los gritos, los cuerpos, las paredes, aquel jarrón horrible, el espejo, nuestro reflejo.

Se levantó.



- No he cerrado la puerta con llave, puedes irte.



Y tímidamente recogió su ropa y entró al baño a cambiarse. Volvía a ser la señorita perfecta que era de cara al mundo imperfecto, la señorita perfecta que yo odiaba, pero que tanto ansiaba. Así que me fui. Debía matar al tipo de la calle 14, órdenes del jefe.



De camino, ya en el coche, estuve pensando en ella. Pensé en que me había salvado, en que sin ella sólo era un ser ruin y mezquino, un asesino cobarde. Ella era mi luz al final del túnel. Ahora sí estaba perdido.